Lecciones del reciente alboroto político en España y Perú

Es decepcionante ver cómo en el mundo se abusa del entramado legal para favorecer intereses coyunturales de grupos con gran poder. Prevalecen los alegatos sofistas por encima del sentido común y de la razón. Se hacen interpretaciones temerarias para adaptar los mandatos legales a la conveniencia de quienes carecen de pudor a la hora de salirse con la suya.

Dos casos recientes, ocurridos en países de habla castellana, ilustran esta situación: el desconcierto social creado en España so pretexto de la aspiración separatista de Cataluña y el alboroto político causado en Perú porque el Congreso de la República hizo uso del mandato constitucional de conocer y sancionar actos cuestionables del presidente del país.

España pudo ahorrarse la tensión social y la perturbación económica derivadas de la desproporcionada intervención del Gobierno nacional en el régimen autónomo catalán, con solo dar luz verde a que los ciudadanos catalanes expresaran libremente en las urnas el destino geopolítico de su región. Las encuestas previas de intención de voto mostraban que los separatistas eran menos que los integristas, y que la realización no forzada del referéndum planteado por los independentistas habría dejado las cosas como estaban y en calma. Pero el Gobierno nacional prefirió el enfrentamiento desigual, y por esto avasallador, que sin embargo ha vuelto el asunto al mismo lugar de la partida: mayoría separatista en el pleno del Parlamento autonómico, con un catastrófico menoscabo regional del partido político que gobierna el reino.

Por otra parte, el alboroto político peruano no habría prosperado si el presidente de la República respondía oportuno, razonable y conciliador el llamado de atención que le hizo el Parlamento, constitucionalmente facultado para ello. Sin embargo, y con el increíble alegato de que los empresarios desatienden sus negocios privados cuando fungen de servidores públicos, el mandatario hizo gala de arrogancia y dejó que el vendaval se le viniera encima, poniendo en riesgo la estabilidad política y económica del país.

Las alegaciones defensivas, de parte de quienes lideran el Gobierno nacional en cada caso, parecieron endebles y deslucidas, descalificando arbitrariamente a sus opositores, supuestamente manchados por errores de terceros. Al final vencieron solo por el intimidante poder que da el ejercicio del cargo más alto y obnubilo del respectivo país.

Quede claro, no obstante, que en ninguno de los dos casos puede hablarse -sin caer en ingenuidad- de que las contrapartes respectivas actuaran con suficiente mesura y corrección; pero un comportamiento diplomático de los líderes cuestionados habría dejado las olas muy por debajo del nivel de un tsunami, como lamentablemente ocurrió.

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